noviembre 08, 2010

De chulos y otros cuentos


La idea es no escribir una pastoral futbolera por estos días, pero quiero dejarlos con algo de reflexión, pocas citas o notas al pie y mucho, pero mucho corazón.

Absalom, dueño y cabeza visible de este blog, me ha encomendado una nota para publicar en este espacio y la verdad no le voy a quedar mal; por eso, voy a insistir que cada vez que nosotros decimos “chulo hijueputa” yo sufro demasiado.

¿Por qué? Para no contar una historia que es maldita en mi familia, mi linaje está supeditado a lo que a pitos y tarjetas de árbitro se refiere. Desde que estaba en la barriga de mi adorada madre (“¡te quiero, madre!”), mi padre se iba con ella y conmigo a verlo pitar en partidos de micro fútbol en el barrio La Perseverancia, cuna de los mejores marrulleros y adormecedores de balón número 3 que se conozca en Bogotá. Claro: no voy a descalificar lo que se hace en Bosa, Kennedy, Teusaquillo, incluso Cedritos; si no fuera por Hans Schomberger seguramente el norte de nuestra ciudad no habría parido jugadores de contrastes tan burgueses y llenos de talento con el balón. Pero esa es otra historia.

Cuando mi padre se iba con mi madre para esos partidos de micro fútbol, cuenta mi progenitor, podían comer en la casa durante una semana; es más: mi madre se salió de trabajar durante el primer embarazo porque mi padre le podía costear todo lo que quería, incluyendo las famosas delicias de media noche, tales como milhojas y muffins del barrio Modelo, al centro occidente de la capital. No sólo esos antojos se calmaron: también se compraban mis pañales, me vestía “a la moda” y, luego, grandecito, me podía poner pantalones “caqui”, esos que todavía uso como forma de evocar los pocos recuerdos que tengo de infancia.

Volviendo al tema de los árbitros, lo estrictamente futbolero (y no es pastoral, insisto), cuando mi padre recibió la escarapela FIFA, por allá en 1994, se retiró. Ya un poco más grande, yo, conciente de semejante reconocimiento, me indigné y le dejé de hablar. ¿Por qué? Porque llegar a ese peldaño, dentro de mi familia, era muy anhelado en esa época y era sinónimo de respeto y prestigio, no solo para el referee sino para la familia entera. Cuando viajábamos, eran los mejores hoteles, la mejor comida, los mejores palcos; incluso teníamos carné para entrar a cuanto escenario deportivo quisiéramos. Aún así, era muy pequeño. Es más, dentro de mi familia no sólo mi padre lo fue sino mi tío, que es como si segundo padre, pero ese también será otro tema.

Sufro demasiado cuando insultan a un árbitro. Me declaro abierto seguidor y barra brava fiel de los referees en Colombia y el mundo entero. Cuando estoy en el estadio siento que los árbitros son tan menospreciados que creo que tienen todos, sin excepción alguna, una muñeca inflable que dice “mamá”; cuando toma una decisión acertada para el equipo local, todo el mundo aplaude y silba. Es más: incluso pecan por pendejos o “adelantados” con la moda que no incomoda cuanto tienen esos trajes fluorescentes que matan hasta cualquier guayabo terciario o cuaternario; diseñan su propia ropa, “de árbitros para árbitros” debe decir el eslogan y creen que salen “súper-bien-vestidos” al césped verde, que chilla, literalmente, con sus vestimentas. Pero cuando es en contra, los “chulos” son víctimas de su propia justicia, esa que los hinchas del fútbol no entienden. Cuando el “Chato” Velázquez expulsó a Pelé en el Campín fue el mayor hito que le haya conocido a un árbitro en la vida: se arriesgó a perder su trabajo, su dinero por el partido amistoso cobrado e incluso su vida. ¡Ejemplo de valor, armonía y justicia, señores! Sufro las decisiones del los árbitros fecha a fecha, cuando se equivocan, cuando salen por televisión y tienen un verbo petardo y poco ensayado; sufro cuando los asesinan, como pasó con Alvaro Ortega en Medellín, cuando los amenazan, cuando están en medio del campo esperando, pacientemente, resolver un partido, 90 minutos de gloria o crucifixión por el resto de los 6 días restantes. Cuando son europeos y cometen sendas actuaciones, como míster Webb en AC Milán – Real Madrid; cuando les dan escopolamina en Villavicencio por atracarlos y en su propia residencia, cuando les pagan míseros sueldos para dejar las ciudades en tanquetas y vigilancia en casa.

Aún así, les quiero dejar esta sabia reflexión en palabras de mi padre: “usted entra a un campo de fútbol, Leandro, y encuentra que hay todo lo necesario para que un partido se dispute: 22 jugadores y un balón de fútbol. Pero hay algo ni siquiera necesario, sino excepcional, que no se debe omitir y es un árbitro. En medio de todo, él es el protagonista del encuentro con sus jueces de línea; porque sin esos tres elementos, no habría fútbol”. Me siento orgulloso de lo que soy: hijo de árbitro profesional que entiende que ese trabajo, tal vez, es uno de los más peligrosos del mundo. ¡Ah! No soy hijo de un “chulo hijueputa”, soy hijo de mi propio ídolo.

Como dice el maestro Angel Cappa en su blog: “la seguimos”.

Leandro Melo Cortés. (Estudiante de periodismo y Columnista de LosMillonarios.net y El Amor es Redondo)

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