enero 10, 2011

La policia de los disturbios.

¿Cuántas veces hemos sido ayudados por la Policía Nacional por el motivo que sea? Hablando en primera persona, he sentido que me han colaborado cuando los he necesitado pero, por alguna extraña razón, siempre están en el “lugar equivocado”: cuando me han atracado en la calle nunca ha pasado una motocicleta con “pato” gendarme y, algunos, se reúnen para hablar entre ellos en vías, por ejemplo, que no tienen problemas. Así es la vida.

En el fútbol, como todo en la vida, los policías no se salvan pero se condenan; los eventos de cada partido, entendidos como disturbios, son controlados rápidamente; en otros casos, dejan que las hinchadas se maten, se asesinen, para luego actuar. Todos nos acordamos de los sucesos de Huila – Millonarios en Neiva; nos acordamos de Nacional – Santa Fe, cuando los hinchas rojos regresaban. Incluso: ese fatídico Santa Fe – América, en el Nemesio Camacho, donde murieron dos personas. ¿Y dónde está el policía? ¿Existen?

Voy a confesar dos cosas acerca de ellos: así como sirven también son un completo estorbo, muchas veces pero no son todas. Les contaré que estaba con mi hermano almorzando en alrededores del Nemesio Camacho, antes de un partido contra La Equidad, de locales. Así como no reviste mayor relevancia en seguridad este partido, tipificado por los Protocolos de Seguridad y el Puesto de Mando Unificado como un “parttido clase C”, salimos de nuestra ingesta de productos italianos. Siendo amante del cigarrillo, después de salir de dicho establecimiento, mi hermano y yo nos disponíamos a fumar. Noté que mis 20 cánceres habían sido objeto de mi manera viciosa y descontrolada: se habían acabado. Al intentar pasar la calle 52 con carrera 24, cuatro auxiliares bachilleres me dijeron “contra la pared, una requisa”, en un tono beligerante y grosero. Estos muchachos, prospecto de reales policías o simples pasajeros de la libreta militar de Primera Clase, con su altanería por tener una guerrera verde oliva me presionaron demasiado antes de que me volteara, contra la pared. No me negué a mi requisa.

Uno de ellos, avezado y algo curtido por su experiencia, me dijo “quítese los zapatos”. ¿En plena calle?, pensé yo. Me negué, rotundamente. Dentro de los cánones que imponen estas reglas prioritarias de nuestra ciudad, esté o no prohibido, a quienes se les debe revisar los zapatos son los asistentes a las tribunas populares, entendidas como laterales sur y norte. Cuando me negué, le dije exactamente lo mismo al auxiliar; ahí fue Troya. Me dijo que “si no lo hace, se los tiene que quitar en la estación”. Tanta era mi indignación que pedí un patrullero, algo mayor de rango que aquellos jóvenes. Le expliqué todo el proceso: “no me estoy negando a la requisa, pero es una vergüenza que ustedes pidan requisar en la calle y más haciéndome quitar los zapatos”. El insistió que me los quitara y me molesté, demasiado, pero sin necesidad de gritar. Le recité el PMU y algunas disposiciones del Protocolo, pero no era suficiente. “Se los va a quitar en la estación”, repitió aquel patrullero.

En ese momento, mi hermano entra en acción puesto que también fue víctima de esto; alterado por la hora de entrada al Nemesio, el querer fumar luego del almuerzo y sus incontenibles ganas de orinar lo obligaron a decirle a aquel patrullero: “mire: no tengo nada que esconderle. ¿Quiere mis zapatos? ¿Quiere ver mi billetera? ¿Cree que meto perica o que soy un drogadicto? Vaya y busque a otro lado: yo no soy un delincuente, pero parece que si, y solo porque llevo una camiseta de un equipo de fútbol”. No me importó que mi hermano me hiciera quedar muy mal, en serio; pero eso que dijo “ser delincuente por tener una camiseta” fue lo que me impactó. Nunca he pensado que soy un delincuente por un color futbolero: siempre pienso que “quien nada debe, nada teme”. Nos dejaron ir, pese a que nunca me quité mis zapatos y le dije al patrullero que “eso era un abuso de autoridad”. Me fumé el cigarrillo, me calmé, mi hermano hizo pis y fuimos al estadio.

“Tombo”, “cerdo”, gendarme, policía. Estorbo. A veces, para este fútbol colombiano, realmente lo son: un completo estorbo. No dudo que su fuerzas robotizadas, aquellos Escuadrones Móviles Antidisturbios son buenísimos para contener a tanto fanático disfrazado de hincha; creo que sus operativos son excelentes porque permiten que cuarenta mil personas disfruten algo que quieren dañar cincuenta. Eso es positivo; pero hay algunos, no todos, quienes escudados en su chaqueta militar haces y deshacen dentro o fuera de un estadio deportivo. No todos son malos: alguna vez en Medellín, un ESMAD vio que estaba perdido y que llegué solo a la tribuna sur para ver Medellín – Millonarios. Me sopló que la salida sería a determinada hora y que si salía en ese tiempo lo más factible era que estaría rogando para que me dejaran bajar, pero desde el peaje de Copacabana.

No todos tienen el mismo sentimiento, no todos saben quién es quién, no todos saben los reales problemas que se determinan al tener una camiseta de fútbol. Los clubes nacionales les pagan para su seguridad en sus propias canchas; en carretera, escoltan la hinchada visitante hasta cierto punto y parece como si no tuvieran radioteléfonos o celulares: he visto como aquellos delincuentes-hinchas roban y asaltan los paradores. Nosotros tampoco ayudamos. Pero en la real necesidad, o no se ven o se hacen “de la vista gorda”. Por eso es que muchos hinchas se brindan protección entre ellos mismos: dice el viejo refrán que “vale más la seguridad que la Policía”.

Algunos, sencillamente, son los Policías de los disturbios.

Leandro Melo C. (Columnista Invitado)

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